MURCIA. El efecto de la visión satelital, con sus zooms hiperprecisos hasta la coronilla de alguien que pasaba por allí nos muestran un planeta no tan grande como pensábamos. Todo parece próximo, y sin embargo siguen existiendo en él una infinidad de lugares en los que perdernos sin remedio. Lugares en los que desaparecer. Y eso hablando solo de la superficie seca. Si pensamos en el océano, pensamos en la encarnación del olvido. A merced de sus olas y mareas o allí abajo, en la oscuridad de sus corrientes y su lecho, destino último de ahogados y hundidos, somos poco menos que nada. La Tierra es un escenario vasto del que en el mejor de los casos conoceremos muy poco, y aun así nada tiene que ver con las dimensiones del universo, tan inconcebible que resulta cruel.
En las selvas y en los desiertos, en bosquecillos, montañas o llanuras, en los ríos y en las playas siguen ocurriendo fenómenos cotidianos que se tragan a personas y a sus futuros, en un juego de transferencia donde todo acaba estando conectado con todo de un modo que estamos aprendiendo a ver, pero que es demasiado complejo para que podamos entenderlo en su totalidad. Quizás las IA puedan. Algún día. La Tierra es un circuito, uno muy bien engrasado. En ella convivimos con mecanismos pavorosos del movimiento, como huracanes, terremotos o tsunamis. Nada permanece estático: bajo nuestros pies las placas tectónicas se deslizan sobre el manto en una danza monstruosa que de vez en cuando, por culpa de la fricción o de un encabalgamiento, libera vibrantes cantidades de energía que aquí, en la frágil piel de naranja que habitamos, se traducen en colapsos, pánico, dolor y muerte. Si se piensa, tampoco es este un mundo de agua, sino de rocas ígneas. La función transcurre en una capa muy leve de este sorprendente motor celestial para la vida que es nuestra casa cósmica.