MURCIA. Una batallita de abuelo Cebolleta que se suele contar bastante en esta columna es que antes, cuando todo esto era campo y no existía Internet, sí que había pequeños espacios que se le parecían bastante. Se tiende a recordar el pasado por las grandes noticias del telediario, libros que pudieron marcar una época, canciones o películas, pero siempre una comunicación vertical, de emisor profesional a receptor pasivo. Luego, con la llegada de Internet, todo eso se democratizó de alguna forma u otra, lo que ha traído no pocos conflictos, pero significó un reparto del protagonismo y el control de los mensajes. Sin embargo, antes también existían redes similares, la diferencia es que funcionaban por correo postal.
No eran meros divertimentos, de las redes más sólidas que yo recuerdo, las relacionadas con la política, con movimientos sociales alternativos, si algo se me ha quedado grabado de ellas como lección de vida es la evolución en el tiempo de sus ideas. En los fanzines anarquistas o antisistema que circulaban en los 90, ideas como el veganismo, la oposición a la vivisección, el ecologismo o el feminismo daban la impresión de ser radicales o hilarantes. Recuerdo perfectamente a la gente echarse las manos a la cabeza cuando un amigo explicaba que se había vuelto vegano y en qué consistía eso. A mí mismo, todo aquello a veces me causaba desinterés por su atmósfera moralista. Puede haber ideas nobles, pero muchas veces los que las defienden están más por controlar a grupos de personas a través de ellas.
No obstante, tengo ojos en la cara y, con el paso de los años, pude ver cómo todo lo relacionado con el bienestar animal y la experimentación médica o científica con seres vivos, acabó en directrices de la Unión Europea. Muchos comentarios sobre sexismo que venían en unas hojas grapada y fotocopiada que te vendían en El Rastro, ahora son la agenda de un Ministerio del Reino de España. Y ocurre prácticamente lo mismo con el ecologismo. Aquellas ideas no entraban en los hogares por la maligna Internet de Bill Gates, la nueva imprenta, sino por cartas manuscritas con un sello envuelto en pegamento -para reutilizarlo hasta que perdiera el color- con la cara de Juan Carlos. El procedimiento era exactamente igual que en el siglo XIX.
Ahora veo Días de odio y ruido de Emocaust Videozine (disponible en YouTube) y me encuentro con uno de los grandes ejemplos de esa proto-Internet y sus resultados. Se trata de un documental sobre la escena grind y noise en España. Un espacio que se puede encuadrar dentro del auge del metal extremo o metal underground. Durante los 80, el metal era un estilo musical muy joven, había de hecho muchos jóvenes, y en los márgenes de la industria surgieron infinidad de propuestas que iban más allá, siempre con más energía, más velocidad, más volumen y más juventud que lo que podían proporcionar las disqueras profesionales.
A mí, si alguien me pregunta qué es la belleza en el mundo, le contestaría que las fotografías de aquellos grupos ochenteros underground formados por chavales de 15 años. A finales de la década, la casualidad quiso que convergieran diferentes géneros musicales con el torrente del metal underground. Así, en los años 90 hubo una época muy prolífica en innovación y experimentación. Algo que entonces nos parecía normal dentro del circuito de maquetas y material independiente, pero que ahora te das cuenta de que fue un momento único. Lo mismo que los tres o cuatro años que duró el garaje, la psicodelia, el primer heavy rock de los 70 o el propio punk. Todos estos estilos explotaron, se desarrollaron y encararon el declive en muy poco tiempo, nunca más de cinco años, y duran para siempre como canon. Lo más depurado del estilo se convierte en un marco en el que actúan todos los que llegan después y quieren reproducir o evocar la magia de aquel momento, con la diferencia de que los de la época estaban creando, no reproduciendo.
La escena grind y noise fue un espacio compartido entre el metal extremo y el punk, que en aquel entonces había mutado en hardcore. Era algo que no se podía tomar ni muy en serio ni muy en broma. A efectos prácticos, musicalmente era puro ruido. Pero si lo analizamos más detalladamente veremos que, con la premisa de que cualquiera podía hacerlo, se pretendía encontrar una forma de expresión en la que importase eso, la expresión, y no la jerarquía del virtuosismo ni la profesionalidad adquirida.
Dentro de la cultura popular, la música pop y rock siempre han tenido un esquema como el de los medios de comunicación profesionales, vertical. Un emisor y un receptor pasivo. Encima, con toda la mítica añadida al efecto escenario, el artista se convierte en una suerte de predicador que acaba ofreciendo un mensaje trascendental al público más incauto, que encuentra ahí la razón de ser, su estética y respuestas vitales. El grind y el noise rompían estos esquemas. Era gente que manipulaba el ruido para un público que podía, si quería, hacer lo mismo. De hecho, el principal público de los grupos eran otros grupos.