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Veraneo, palabra en fuga

Sobre los largos veraneos familiares de antaño, ahora convertidos en vacaciones

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MURCIA. El veraneo era un periodo anual, como las estaciones del año o los meses. El veraneo duraba setenta días o más, según las fechas y eso; el veraneo no era una medida exacta. No debía su existencia a ningún albur astronómico, ni gregoriano, ni juliano. El veraneo era una invención humana. Y, como tal, tuvo origen, crecimiento, expansión y colapso, que diría Arnold Toynbee. Hoy, estamos ya más acá de ese colapso. Hay vacaciones. Una semana, un mes, quince días o lo que el bolsillo del españolito medio, de escaso bolsillo, pueda. Vacaciones nunca fue veraneo.

 

En mi casa, el veraneo comenzaba inveteradamente, el 29 de junio, fiesta de San Pedro y San Pablo. Dos santos en uno. Qué desperdicio de fiesta. San Pedro por la mañana, San Pablo por la tarde. Pensaba yo. Y a la hora de comer, se daban, uno a otro santo, el testigo de la festividad. Hay otros ejemplos de santos duales; pero éste es el más preclaro y canónico. Ese día no empezaba el verano; empezaba el veraneo. Además, empezaba verdaderamente, cuando se llegaba a la playa. Mi veraneo fue en la costa siempre: el Poblado de la Refinería de Escombreras, el Puerto de Mazarrón y Campoamor.

 

Aquel día por la, tarde, San Pablo ya, después de comer, mi madre comenzaba a liar los petates. Maletas, bultos de sábanas liados con cuerdas, algún utensilio de cocina, ropa, y todo el ajuar de unos nómadas aficionados y estacionales. Recuerdo el recibidor de casa repleto de aquellas moléculas de vida, que nos iban a dar existencia durante los setenta, o más, días estivales.

 

Luego, llegaba el taxi. El inolvidable Amancio, con su Seat de butacas intermedias entre los asientos traseros y los delanteros del conductor, y el acompañante, que siempre era mi padre. El resto, hermanos todos, nos hacinábamos en los dos compartimentos antedichos. Entre mi padre y Amancio bajaban todos los bártulos nómadas. Por supuesto, que habrían de ir arriba, bien atados con maromas. Había competición por la ventanilla, que siempre ganaban los mayores. Detrás, con madre, que ya portaba ella lo más frágil de la bartulería de los nómadas estivales que éramos, la hermanería pequeña.

 

La casa alquilada del Puerto de Mazarrón, en aquella segunda parte de los sesenta de la centuria pasada, era, eso, una casa de pueblo. El hábitat del veraneo. Pero, aunque luego hubiera ventura y avatares del largo periodo que digo, nada como asistir a la ceremonia de la despedida de la vieja casa del invierno. Una despedida, extraña y de anual periodicidad, a la que retornábamos el uno de septiembre; con la feria casi montada en el Malecón, claro.

 

A la vuelta, en la mañana de ese uno del nueve, se repetía, para el camino inverso, la ceremonia de los bultos todos, donde cabía la biografía familiar al completo.

 

Por eso, cuando acabó aquello y el veraneo tornó vacaciones, qué vulgaridad, fui muy consciente de que algo, o todo, de mi niñez, se había ido con el veraneo. El veraneo es un taxi cargado a lo inmigrante magrebí, rodando hacia la costa. Un grato exilio en la playa y el mar. Viajar hasta un hotel, con maletas, sólo con ropa y el cargador del móvil es… otra cosa, sin clase alguna, ni alcurnia de recuerdo grato.

 

Con Dios.

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