MURCIA. Es famoso cuadro, Las Meninas, en el que hay realidad, que es algo más sagrado que el verismo. En él observamos un montón de silencios y susurros. Acaso sea susurro la voz de la menina Sarmiento, ofreciéndole el agua de barro a la Infanta Margarita. El agua de barro, se creía favorecía la blancura del cutis, en el tiempo. La Menina Velasco, parece estar empezando a flexionar las piernas en señal de reverencia, también para ayudar en su empeño a su compañera menina en la pequeña corte de la Infanta. A buen seguro que son susurros los que la monja Ulloa y el gentilhombre Azcona, dos vascos, comparten en discreto aparte, a la derecha del lienzo. Y, luego, están los dos dignos deformes, Maribárbola, en quien vemos pensamientos, y Pertusato, que incomoda al perro -un mastín leonés- posando su pie sobre el lomo del bruto. Los pensamientos de Maribárbola, alemana, acaso surjan tras mirar a los reyes, como un prurito de autoestima, en tanto que se sabe alemana, mujer rica e inteligente, como los mismos Habsburgo que tiene delante. Velázquez también piensa, y piensa en los pormenores de luz que ha de dar a la siguiente pincelada. Al fondo, Nieto, el aposentador, que baja de la torre. Puede que sus pasos y su abrir puertas y correr cortinas hayan contribuido al rumor vario del cuadro.
Y, encima de la pared por la que aparece Nieto, dos cuadros, se dice que pintados en su genial esbozo de alejamiento por el discípulo Martínez del Mazo. En ambos, el arte se sobrepone a la artesanía. Apolo triunfa sobre Pan, y Atenea sobre Aracne. Jordaens y Rubens los artistas. La pintura, y sus silencios, son arte, que no viene de las manos, sino de la mente. Y la mente nos une a los dioses.
Uno de los principales silencios para los ojos de este cuadro verdaderamente impar es el de poseer dos puntos de fuga: el del centro del lienzo, y el del centro de la estancia donde todos los personajes se hallan. No coinciden. Ello da una tridimensionalidad, que fue la que hizo exclamar a Teophile Gautier: “¿Dónde está el cuadro?” cuando lo contempló y simuló no ver pintura, sino realidad. Algunos pintores ha plasmado en linxo la estancia a solas, sin los personajes; pero lo hacen, creo más por divertimento que por otra cosa.
Pero hay otro silencio, acaso el más importante. El cuadro se está pintando en el viejo alcázar, el que se quemó en 1734. La ventana de luz de la derecha del lienzo de muro es la que daba al ocaso, al poniente, al oeste. Hoy es el lado de Palacio que, delante del amplio patio tras la verja se sitúa a nuestra izquierda, por delante; si es que nos hemos situado con La Almudena a nuestra espalda. ¿Por qué elige Velázquez esta hora y esta situación de su taller o estudio? Porque tiene en cuenta la máxima de su maestro, en el tiempo, Tiziano Vecelli: “El atardecer es la hora de la pintura”, que cita Ramón Gaya en uno de sus sonetos. Velázquez nos muestra, con claridad evidente, a la luz entrando paralela a la ventana. Es la luz del atardecer, la hora de Tiziano. No fueron coetáneos ambos pintores, pero es evidente la impronta del veneciano en el de Sevilla. Velázquez ha elegido una estancia alta, junto a la torre postrera del Alcázar, con vistas al poniente. Las ventanas dan a las llanuras que se extienden hasta Extremadura y Portugal, por donde se pone el sol. Ya es tarde, quizá por eso entra el aposentador, para avisar de la inminencia de la cena.
Las cosas no tienen luz. Se la da el sol. En la oscuridad no vemos las cosas. Las cosas tienen la luz que ellas reflejan del sol. A mediodía, el sol restalla, dándonos una imagen falsa, exagerada, de las cosas. En el atardecer, el sol restituye a las cosas sus verdaderas formas y colores. Pintar la verdad de las cosas, es pintarlas en el atardecer. Tal mensaje, hecho pintura, es el silencio clave de este cuadro.