MURCIA. Desde que se cruzó en mi vida, soy un fanático de la pintura; y, sobre todo, de explicarla a quienes menos que un servidor, saben o conocen. Fue una manera de continuar mi labor docente. En el MUBAM, Museo de Bellas Artes de Murcia, me dejaron hacerlo, a título de voluntario cultural, durante más de una década. Así las cosas, fui pergeñando cierta técnica de comentar un cuadro cualquiera. Y llegué a lo que hoy estreno en esta tribuna de Murcia Plaza, que tan generosos son con mis letras. Me refiero a lo que he denominado Los silencios de la pintura. Y que paso a desarrollar, primero en teoría, luego con el cuadro Inocencio Medina Vera, 'Un día más' expuesto en nuestro museo, aunque propiedad del Prado.
Todos los cuadros son mudos, estrictamente hablando. Una obviedad perogrullesca. Pero igualmente obvio es que unos cuadros nos llaman la atención más que otros. Y sucede que no sabemos distinguir cuáles de ellos nos atraen por su condición de obra de arte universal, consagrada desde los mismos tiempos de ejecución de la obra, y cuáles se ganan por sí mismos la condición de favoritos en nuestro espíritu.
Los cuadros hablan en silencio, y los oímos por los ojos. Los ojos, que son, no se olvide, las ventanas del cerebro. La sinestesia es de Quevedo. No me refiero a los cuadros con figuras humanas: algunos tienen palabras en la boca, y otros pensamientos en el rostro. Un servidor ha practicado esa especie de traducción con algunas muestras del arte pictórico universal, como Las Meninas de Velázquez o el San Jerónimo de Ribera, sito en el mismo MUBAM. Me refiero a unos silencios, que estimo clave en el mensaje del cuadro, y que, acaso, pasan desapercibidos. De todas maneras, la recepción del mensaje plástico siempre es múltiple y diversa, a Zeus gracias.
Miren el cuadro de Medina Vera (1915). Son unos huertanos pobres que vuelven a su humilde barraca, luego de haber cosechado en huerto ajeno, de huertano rico, la parva cosecha, a tan temprana hora, pues la fruta debe estar en el mercado al puro medio día. Andan, pues, de regreso, y cada uno, tres mujeres (moza, madre reciente y agüelica) y un huertano, a lomos de bermejo rucio, van pensando en sus cosas. Cualquier ingenio de esta corte puede trasladar a creación poética los pesares o “despesares” de cada cual. Incluso del asno y el perrillo.
Sin embargo, un sonido que sí tiene el cuadro, y en el que, acaso, no nos fijamos, es el de sus andares. Son pasos que hacen ruido, poco ruido acaso. Mitad cansados, mitad alegres por el gozo del pronto regreso. Oigamos esos pasos. Sí, también el de las bestias. Son pasos que hablan, que producen sonido. También el del frufrú de las haldas de las damas. No hay voces en el cuadro. Parece no haber viento. Es una mañana del julio primero, en que la calma chicha pronto hará clamar a las cigarras, que sí serán sonido clamoroso. Pero, en ese momento infinito del cuadro, que es un movimiento congelado, sólo hay el silencio de unos pasos cansados.
No es poco, este silencio del cuadro de Inocencio Medina Vera (1876-1918). Vayan a verlo.