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L. A. llega a la sala REM de Murcia: "La música va de pasarlo bien, no de llenar un estadio"

  • Luis Alberto en una foto promocional.
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Luis Albert Segura, alma y motor de L.A., atiende la llamada a las puertas de una prueba de sonido. “Voy a tope”, dice, aunque confiesa que lleva “un poco de bajonete”. Mantiene el ritmo frenético de un músico que este año ha publicado dos trabajos y que asegura que podrían haber sido más: “Por mí estaría sacando algo cada tres meses. Pero todo tiene un coste, un tiempo de producción, de preparación… Es tan tedioso y tan complicado que lo hace difícil”. Y más, añade, “en este fast food musical” que obliga a trabajar casi sin descanso: “A la semana la gente se ha olvidado de ti, de tu disco, de tu gira y de tu cara”.

Ese frenesí explica en parte el viraje entre Modern Odyssey, un disco de un año de gestación en el que se permitió experimentar, y un EP reciente que recupera un pop rock más directo. Nada estuvo planificado. “Premeditación, bien poca”, reconoce. El álbum nació de un largo proceso de estudio y pruebas porque “quería hacerlo así, me emperré”. El EP, en cambio, surgió sobre la marcha, ya con la gira en marcha: “Me planteé el ‘¿y por qué no?’ Ese impulso de decir: si doy un giro de 180 grados ahora… Y lo hicimos”.

La semilla de esa mutación está en un episodio casi tragicómico: en un festival, el equipo técnico se vino abajo y L.A. tuvo que defender el concierto solo con batería y guitarra. “Cuando bajamos del escenario dijimos: tronco, ¿y si hacemos una gira así?” De esa improvisación nació un sonido más de garaje, más crudo. Ahora giran así, reducidos al hueso, sin artificios.

La conversación deriva inevitablemente hacia las salas. L.A. ha tocado en medio mundo —Mad Cool, BBK, festivales de México y EE UU—, pero no presume de grandes recintos: “Yo nunca he llenado el WiZink ni hostias”. Ha abierto conciertos en estadios y arenas, sí, pero “siempre como telonero”. Por eso rehúye el fetiche del aforo masivo: “Que ahora el baremo sea el WiZink es una puta mierda. No todo el mundo puede hacerlo. Y que lo llenes no significa nada, porque mañana estás comido de los mocos”.

Reivindica las distancias cortas. No por nostalgia, sino por identidad: “Mi proyecto se crió en un bareto de Palma con 15 o 20 personas que estaban a su bola fumando porros y pasando de mi bolo”. Las salas, dice, son su medio natural. La fiebre por los recintos gigantes le parece una moda pasajera: “Esto tiene los días contados”. Y añade una reflexión dirigida a la escena actual: “Hay peña que arranca, pega un pelotazo y se piensa que todo es llenar el WiZink. Y si no lo llenas la gira siguiente, se separan”.

En su caso, la brújula siempre ha sido la música y nada más: “Da igual si estás en un estadio o en un club con diez personas: si te lo pasas bien, cierras los ojos y te dejas llevar, de eso va esto”.

En 2019 dio un salto inesperado en su trayectoria y publicó un disco en castellano, un giro que no ha repetido… todavía. No lo descarta en absoluto: “Disfruté muchísimo haciéndolo. Podría volver perfectamente”. El problema, admite, no fue el idioma, sino el momento: “Ese disco lo saqué cuando tendría que haber parado un año. Y cuando haces las cosas deprisa y corriendo, no suelen salir bien”. Aquella aventura abrió la puerta a un alter ego firmado con su propio nombre, que sigue ahí, latente, esperando. “Si me apeteciera, podría hacerlo mañana. Estoy en un limbo de libertad total: hago lo que quiero, a riesgo personal”.

El artista recuerda con vértigo —y cierta ternura— el camino desde un bar de Mallorca hasta giras internacionales. “Es complicado de explicar”, reconoce. Habla de suerte, de contactos adecuados, de una maqueta que cae en las manos correctas y activa una reacción en cadena: mánagers, discográficas, puertas que se abren. Pero subraya lo esencial: “Si no vales, olvídate. Si lo que tienes no es mínimamente bueno, no hay nada que hacer”. En su caso, se juntó “el hambre y las ganas de comer”: sus ideas, su disco, un grupo de amigos que apostó a ciegas por él. “Nos lanzamos al mundo”, resume.

Lo difícil vino después. Mantener una carrera de fondo mientras se crían tres hijos no es sencillo. “He tenido tres niños. Mantener eso, sin separarte, sin mandarlo todo a la mierda, yéndome un mes a México, volviendo, yéndome dos meses por Europa… Es logísticamente imposible”. Su mujer, reconoce, ha cargado con gran parte del peso. Y luego está la realidad económica: “Vivir un mes en México cuesta dinero. Y girar cuesta dinero. Hay una inversión, un mánager que apuesta por ti… Todo eso es un pastizal”.

Por eso defiende las carreras construidas con paciencia. “Si quieres una carrera de fondo, necesitas un proyecto bueno, con canciones buenas, con una banda que suene de puta madre. Si no, olvídate”. Lo demás, dice, son “petardazos”: éxitos fugaces, un hype de un single y adiós.

Pese a los años, mantiene intacta la mirada del fan. “He sido melómano. He esperado a la puerta de los hoteles para que mis ídolos me firmaran un disco. He viajado para ver a mis grupos favoritos”. Cuando trabaja en estudios que antes veía solo en revistas británicas y americanas, se pellizca: “Si se lo dijera al Luis de 10 o 12 años…”. Y ríe. Dos décadas después, aún le sorprende. Lo dice con la misma naturalidad con la que defiende las salas, los proyectos honestos y las carreras largas. Quizá porque, después de 20 años, sigue moviéndose exactamente donde quiere estar.

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