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Benjamín G. Rosado: "La literatura exige dejarse engañar, sin condiciones, dentro de un contexto"

El periodista y crítico musical presenta 'El vuelo del hombre', que el que ganó el Premio Biblioteca Breve 2024 de Seix Barral

  • Benjamín G. Rosado.
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VALÈNCIA. En el origen del lenguaje también empezaron los problemas de comunicación, que no solo arrastramos en nuestras relaciones, sino en la conformación de nuestra propia identidad. Con todas las aristas que pueda tener esto, Benjamín G. Rosado (Ávila, 1985) cuenta la historia de un Diego Marín, un filólogo que, tras la exitosa publicación de su primera novela, debe reconectar con el sentido de las cosas para abordar un nuevo proyecto literario. En El vuelo del hombre, Rosado construye una novela que entrelaza identidad, lenguaje y amor a través de una trama que avanza entre revelaciones, silencios y pérdidas.

—El origen del libro está en la noticia del descubrimiento del gen FOXP2, que parece explicar el origen del lenguaje. ¿Por qué esto [el origen del lenguaje] te genera una preocupación o un estímulo como escritor?
—Aunque la noticia del FOXP2 es un punto de partida muy atractivo sobre el que escribir, sobre todo teniendo en cuenta hacia dónde me lo llevo —que no me quedo en esa idea como tesis autoral—, en realidad lo que me pasaba era otra cosa. Después de años trabajando en una redacción, me di un tiempo para escribir. Y antes de decidir sobre qué quería hacerlo, me planteé: ¿merece la pena dedicar uno, dos o tres años a esto? Más que racionalmente, de forma intuitiva, esa pregunta me llevó al origen del lenguaje.

Quería que esa aventura fuera también un viaje interior, de descubrimiento y de aprendizaje. Mientras escribía, necesitaba responderme: ¿por qué escribimos?, ¿merece la pena hacerlo?, ¿seré capaz de escribir algo que no se haya escrito mil veces antes? De alguna manera, mataba dos pájaros de un tiro: tenía un buen punto de partida y, al mismo tiempo, podía quedarme tranquilo sabiendo que esa búsqueda respondía también a una pregunta más profunda. No quería responderla explícitamente en el libro, pero está ahí.

—El libro también recoge algunas de tus preocupaciones como lector. Hay una búsqueda en torno al lenguaje, al proceso de escritura, al descubrimiento de uno mismo a través de escribir... pero también a través de la lectura. ¿Hay también ahí una inquietud como lector?
—No quiero decir eso que se dice a veces con demasiada ligereza de que quería la historia que me gustaría leer, porque no es exactamente así. Por supuesto que mis propias preocupaciones están ahí, aunque el protagonista no soy yo. Y digo que no soy yo porque, aunque tenga cosas que puedan recordarme o una manera de estar en el mundo que se parezca a la mía, no me he proyectado. De hecho, he tratado de marcar distancia.

Es verdad que, siendo mi primera novela y sin saber exactamente cómo se escribe un libro, el proceso ha ido en paralelo: era como si, al escribir, me estuviera leyendo y aprendiendo a escribir al mismo tiempo. Entonces, mi yo lector se mezclaba con el yo escritor. Supongo que esto siempre ocurre, pero quizá cuando uno ya tiene más conciencia de cuál es su voz como escritor o de lo que le gusta hacer, puede distinguir mejor entre ambos. En mi caso, todavía no.

—Más allá de la autoficción, toda obra artística que habla de un proceso de descubrimiento o discernimiento es metaartística. ¿Hasta qué punto acompañas a los personajes en esa búsqueda?
— Prefiero hablar de El vuelo del hombre como un libro de libros. Pero, ya que recoges el guante, te diré que cuando terminé el primer borrador —eran 600 páginas— lo imprimí con letra pequeña, lo extendí en el suelo y lo miré como si fuera una imagen: 50 capítulos, 50 píxeles. Detecté cinco niveles de metaliteratura y me di cuenta de que a partir del tercero se perdía al lector. Ese fue el criterio para eliminar páginas: quité 200, si no más, por ese exceso de capas. Hay un meta que funciona, como el del escritor que escribe; otro, el de los personajes que escriben dentro de la ficción. Pero cuando se difumina la realidad dentro de esos personajes ficticios, se entra en una zona más confusa, como la última muñeca de una matrioska. 

No fue un problema cortarlo. Lo difícil fue encontrar el criterio para hacerlo sin que la novela quedara coja. Decía David Remartínez en una entrevista en El País que a todos los libros les sobran 75 páginas. Yo creo que incluso más. Y me da rabia, como lector, cuando notas que nadie le ha dicho al autor: “Esto está genial, pero estaría aún mejor si acortaras”. Si uno corta con criterio, ese material descartado puede acabar generando otras historias. Jean-Claude Carrière [guionista de Buñuel] decía que cuando dejaba un guion en un cajón, al volver, solo sobrevivían uno o dos personajes. A mí no me pasa eso exactamente, pero sí siento que cuando vuelvo a una historia, sé qué personajes ya no deben estar. Dejar las historias en barbecho funciona.

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—Háblame del ritmo de la novela, de esa estructura como de baúl abierto del que van saliendo microhistorias. ¿Por qué era importante darle peso a esas historias?
—Quizá por inseguridad o falta de pericia —aunque creo que el resultado ha funcionado—, estuve obsesionado con el ritmo. Puedes plantear una novela desde un enfoque muy estilístico, cuidando cada coma, cada punto… y yo lo he hecho, pero sabía que lo esencial era que tuviera ritmo, que no se atascara. Eso que llamo “página cascada”: cuando se te caen los ojos y llegas a la última línea casi sin darte cuenta.

Para lograrlo, tenía que contar muchas cosas bien contadas. Y, en mi caso, la mejor forma de garantizar ese ritmo era apelar a la curiosidad del lector. La novela juega mucho con pequeños saltos temporales, con variaciones que mantienen el interés. Más que suspense o thriller, juega con la curiosidad. Mucha gente me dice que consulta Wikipedia mientras lee, y eso me gusta, porque significa que no solo se lo creen, sino que además les sorprende.

—Qué responsabilidad juntar estas historias y cruzarlas con una ficción.
—Mi mayor empeño estaba en ser capaz de crear esa malla invisible en la que suceden cosas sin que el lector se dé cuenta. No creo que tenga que enterarse. Tiene que ver con la repetición de ciertos temas —el origen del lenguaje, el canto, los pájaros, los pilotos, la elevación— que orbitan alrededor de una misma idea, pero a través de historias de distinta naturaleza. Como periodista tengo tendencia a la anécdota, me gusta porque he comprobado que muchas veces eso que llamamos anécdota, casi de forma despectiva, es capaz de sintetizar conceptos muy complejos. A mí me ha servido. Pero hay que saber dosificar.

Tengo un archivador donde guardo recortes de prensa, sobrantes de entrevistas, subrayados de libros. Soy bastante metódico. Entonces, cuando encuentro una temática —sobre el cine, la literatura, la elevación, el vuelo— la voy clasificando. Y al final, como en esos ejercicios de puntos numerados que al final revelan una imagen, todo eso, que a veces es un detalle, una anécdota o una teoría sobre el origen del lenguaje, termina conformando algo que creo que resulta, como mínimo, curioso.

Para que una historia funcione como espejo o metáfora, ¿es necesario que intervenga la ficción?
—No me gusta hablar de la literatura como algo que pueda o no ser honesto. Si ese concepto existe, tendría que ver con no tratar de engañar al lector. Puedes ordenar la información para que le llegue en el momento adecuado. Cada vez que he trabajado con un personaje histórico o con hechos que guardan cierta simetría con acontecimientos reales, y los he llevado a un terreno donde no está claro dónde acaba la realidad y empieza la ficción, he intentado mantener una cierta honestidad: no ser yo quien lo afirme, sino ponerlo en boca del personaje, o dejar que sea la historia la que se decante por sí misma. Me parecería problemático, que un lector que ha seguido una historia que cuento descubra que ya no es real. Podría perderlo. Así que he intentado ser fiel a las historias hasta el final, salvo en momentos muy concretos en los que las propias historias se extreman, se decantan, se pierden solas.

En ese territorio entre realidad y ficción, el lector puede reaccionar de formas distintas. Por ejemplo, apuntabas tú, consultar la Wikipedia. ¿Qué le exiges al lector en esos casos?
—Voy a decir algo un poco arriesgado, pero creo que dentro de esta teoría sobre el lenguaje —de por qué empezamos a utilizar códigos reconocibles para expresar sentimientos y emociones— lo que se demuestra es que no somos capaces de describir la realidad.

El libro tiene 373 páginas. Es un resumen, una síntesis, una interpretación. Igual que esta entrevista podría durar tres horas y tú luego tendrás una página. Es una selección. Entonces, ¿qué espero del lector? Creo que tiene que dejarse engañar. Puede consultar Wikipedia una o dos veces, pero a la tercera o cuarta tiene que entender que, para vivir la literatura, tiene que entrar en el juego.

Por supuesto, hay unas normas, un pacto de lectura. Si de repente digo que un señor se lanza al vacío y vuela de verdad, pierdo al lector. Pero hay personajes que vuelan en la novela, y creo que en ningún momento dejas de creértelo. La literatura exige dejarse engañar, sin condiciones, dentro de un determinado contexto.

  • Benjamín G. Rosado. -

En la novela hay tres pilares muy definidos: la identidad, la cuestión del lenguaje y el amor. ¿Hasta qué punto esos tres ejes convergen de forma natural y hasta dónde son caminos independientes que simplemente pones en relación?
—En la novela he intentado que exista un vaso comunicante entre el origen del lenguaje —nuestra capacidad para expresarnos, contarnos, decirnos—, que está representado por el gen FOXP2 desde una perspectiva científica, y su equivalente más poético, que es la metáfora del vuelo. A partir de ahí, todo eso se traslada a historias reales, de carne y hueso, a historias de amor, a relaciones familiares.

Y me gusta mucho que hables de identidad, porque esa capacidad o incapacidad para contarnos a nosotros mismos se traduce en personajes que no saben expresar quiénes son, que no conocen del todo a la persona con la que comparten su vida. Por eso se producen tres o cuatro revelaciones de identidad a lo largo de la novela, que tienen que ver precisamente con no haber sabido comunicar.

—Hay una parte del libro en la que el protagonista está en Nueva York, subiendo en un ascensor, y acaba en la planta 28, que coincide con su edad. En ese momento, dentro de todas las metáforas y significados asociados al vuelo, aparece también la dimensión aspiracional, la carrera de un escritor. ¿Qué precauciones tomaste para evitar que ese paralelismo cayera en el lugar común del vuelo como símbolo de superación, algo tan explotado por la autoayuda o el mundo empresarial?
—Quizá la única precaución que he tenido ha sido no caer en la autoficción, porque creo que es un terreno en el que no me valdría bien. No es una crítica a la autoficción, hay gente que lo hace maravillosamente, pero yo ahí no tengo nada que aportar. Lo sé con claridad.

Con respecto a la autoayuda, la precaución ha sido menor porque me parecería difícil acabar ahí, salvo que me hubiera despistado mucho. Y no porque yo no pudiera caer en esa trampa, sino porque creo que el libro no funciona así. No hay una evolución de personajes ejemplarizante. El protagonista, más allá de ganar un premio, no es un ejemplo de nada. Si miras en retrospectiva, muchas de sus decisiones son perfectamente censurables.

Hablabas antes de no repetirte, y me parece interesante porque hay una línea muy fina entre la repetición —en metáforas, por ejemplo— que genera familiaridad o musicalidad, y el señalamiento que quieres evitar. ¿Has encontrado ese equilibrio?
—La repetición tiene un efecto sobre la cabeza y las emociones. Es como la música primitiva, o como pasa con la música minimalista: puede inducir un cierto trance. A mí me ocurre, por ejemplo, con algunas piezas que escucho muchas veces. Si conectas con ellas, si te gusta el tema y entras en la música, repetirlo tiene un efecto hipnótico.

Es lo mismo que con los cuentos. Un niño puede pedirte que le cuentes el mismo cuento 30 veces, porque hay algo en ese ritmo, en esa frecuencia, que lo atrapa. Pero si se lo cuentas cinco veces seguidas una misma noche, te dirá: “Papá, vete a la cama”. En cambio, te lo puede pedir cada noche.

Con la novela pasa igual: si colocas una imagen, como la del vuelo, en el sitio justo, en el momento preciso, puede producir ese cosquilleo, esa apertura. No soy muy partidario de hablar del trance, pero sí participo de esa idea de que la repetición, cuando se da en la frecuencia adecuada, te puede abrir los ojos, los oídos, te puede hacer ver cosas.

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