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Christine Wunnicke, 'La mujer zorro y el doctor Shimamura'

MURCIA. Pañuelos de tela, pasos y una curandera en el pueblo que trabaja por la voluntad, o bien la efigie de madera de una virgen judía de hace dos mil años muy milagrera, o bien un señor que impone las manos para canalizar la energía divina ki a cincuenta euros la hora en un piso en Patraix decorado con pirámides, budas y demás elementos new age; da lo mismo que la medicina haya logrado hacer andar a personas parapléjicas mediante la implantación de unos sensores inteligentes, o que haya podido devolver una visión básica (pero visión al fin al cabo) a quien no podía ver: el ser supersticioso y temeroso de lo que no entiende que todavía habita bajo nuestra piel —de un modo más profundo o más superficial según el caso— sigue desconfiando de la razón y arrojándose a los brazos del pensamiento mágico más burdo e idólatra a poco que le enseñan el capote del miedo. 

No hay demasiado que ilustrar en ese sentido: no hace mucho se derribaron antenas del 5G para evitar no sé qué del control mental, y en la actualidad, con unos diez millones de congéneres muertos por COVID en dos años, y habiendo visto cómo el virus fue el ángel exterminador en las residencias de ancianos hasta que llegó la vacuna, muchos siguen prefiriendo vivir al margen de la evidencia. ¿Habría sido igual si los más vulnerables a la pandemia hubiesen sido los más pequeños? No cabe duda de que no, habría sido bien distinto. Si el virus se hubiese cebado en las guarderías y en los colegios, el primero que hubiese decidido saltarse las normas habría sido linchado a todos los niveles, no solo en el plano de lo virtual. Declararse antivacunas habría sido bastante más peligroso. No hay superstición que aguante una procesión de ataúdes de un metro ni el llanto desconsolado de unos padres. Los mayores, sin embargo, son discretos al morirse. Vaya.

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