MURCIA. Resulta paradójico que uno de los cuentos de terror góticos más citados de la literatura universal fuese escrito por Charlotte Perkins Gilman (1860-1935), una autora no adscrita específicamente a este género. Tampoco deja de ser curioso que el relato en cuestión no esté habitado por fantasmas, brujas ni asesinos en serie, sino por la locura desatada en la mente de una mujer que ha sido sometida por su marido a una cura de reposo forzoso y nula actividad intelectual. No pensar, no hacer, no molestar. La tiranía de vivir para criar y figurar ya era terrorífica en el siglo XIX.
Escrito en 1890 y publicado en 1892 en la revista The New England Magazine, The Yellow Wallpaper (traducido en España como El papel pintado amarillo o El tapiz amarillo) regresa una y otra vez al debate literario contemporáneo sin agotar su capacidad de impacto. En apenas veinte páginas, escritas como si fuese un diario personal, Perkins Gilman nos lleva de la mano hasta las puertas de la locura con un estilo tan natural, claro y preciso que pone los pelos como escarpias.
Este mismo año, la editorial Alpha Decay ha publicado una recopilación de cuentos de Perkins Gilman que incluye una nueva traducción de El papel pintado de amarillo y un prólogo de la escritora Maggie O’Farrell, declarada admiradora de la escritora norteamericana. En su introducción, la autora de la impresionante novela Hamnet observa con ironía el escándalo que produjo en su día este pequeño relato, que llegó a considerarse como un “peligro mortal” para todo aquel que lo leyera.
La protagonista es una mujer de clase acomodada que escribe a escondidas desde la habitación de una antigua mansión que su marido ha alquilado para pasar el verano. Siguiendo las instrucciones de un famoso médico especialista en enfermedades nerviosas, la mujer debe someterse a un tratamiento de reposo absoluto y aislamiento social, que incluye la prohibición de escribir, leer, hablar o incluso comer a voluntad. Lo único que le queda es escrutar la realidad material que tiene delante: la cama atornillada al suelo, la ventana y, sobre todo, los extraños patrones del dibujo que cubre las paredes con un espantoso papel color amarillo. A caballo de un aburrimiento mortal, la obsesión hace mella en su percepción, y el difuso patrón del tapiz parece que va adquiriendo movimiento. Entre las formas arabescas y sombras proyectadas por los rayos de luz que penetran por la ventana se van concretando poco a poco los contornos de una figura de mujer. Una mujer encerrada tras unos barrotes que se arrastra buscando una salida. La protagonista tratará de salvar a esta extraña mujer de su enclaustramiento, que también es el suyo.
Vínculos autobiográficos
Aunque Charlotte Perkins Gilman no experimentó nunca este tipo de delirios, El papel pintado amarillo puede considerarse un cuento autobiográfico. La asfixia psicológica que atraviesa la protagonista es el trasunto de la que sufrió la autora de Connecticut cuando un prestigioso médico llamado Silas Weir Mitchell le prescribió una cura de reposo para librarla de la depresión post-parto que Charlotte Perkins arrastraba desde el nacimiento de su primera hija. En el siglo XIX esa enfermedad no estaba descrita clínicamente, de modo que todo se metía en el cajón de sastre de la locura femenina y la histeria. Charlotte volvió a casa “con la indicación médica inequívoca de llevar una vida lo más doméstica posible”, de “restringir la actividad intelectual a dos horas al día” y de “no volver a tocar una pluma, un pincel o un lápiz el resto de su vida”. El resultado, según explicó ella misma posteriormente, fue que “terminé por aproximarme tanto al borde de mi propia ruina mental que apenas podía ver más allá”. Finalmente, Charlotte decidió mandar a paseo al médico y, una vez recuperada, empezó a escribir este disruptivo relato “no con la intención de conducir a nadie a la locura, sino para salvar a otra gente de ella”.