VALÈNCIA.- Como tantas otras cosas de la España tardofranquista, nuestra televisión quería vender normalidad y alegría cuando en realidad no podía evitar que de ella emanara la tristeza. A partir de su aparición en la década de 1950, el mundo, tanto real como fantástico, entraba en el salón de casa a través de su pantalla. Nadie imaginó hasta qué punto aquello cambiaría nuestras vidas, pero décadas después ocurriría algo similar con el asentamiento de internet. La televisión española se esforzaba por vender una vida feliz que siempre tenía un deje provinciano. La nuestra, al contrario que la del resto del planeta, ni siquiera era en color.
Ese blanco y negro, que le quitaba encanto y alegría a todo lo que aparecía en nuestras pantallas, era la metáfora de nuestra realidad. La producción propia quería vender un país desarrollado —y encantado de conocerse—, cuando en realidad éramos un país domesticado y reprimido. Comparadas con las series extranjeras, ya fuesen Los Vengadores —Jonathan Steed, sus coches y su bombín— o Bonanza —la noble familia Cartwright, hija espiritual de John Wayne—, nuestra producción tenía siempre ese aire de venida a menos; esa inocencia forzada que, vista en la actualidad, produce una mezcla de tristeza y ternura.
Podrían elegirse muchos programas de la televisión española de los años sesenta para ilustrar esa teoría, pero seguramente la que mejor la refleja es La casa de los Martínez. Emitida entre 1966 y 1970, fue un cruce algo estrambótico entre ficción e información. Alcanzó una enorme popularidad y reinó durante las sobremesas de los viernes, primero en un formato breve —nació llamándose Nosotras y ellos— que se expandió desde el momento en que su éxito fue un hecho irrefutable.
La casa de los Martínez era más o menos todo aquello que su título prometía. Su parte dramatizada contaba las vicisitudes de una familia española de clase media alta que, a pesar de estar perfectamente estructurada —se componía de padre, madre, hijo e hija—, no estaba exenta de padecer los mismos problemas que cualquier otra familia decente. A través de los guiones sus miembros hacían frente a pequeños conflictos relacionados con los celos, la pereza, la envidia y otros problemillas de fácil solución en un país en el que el único conflicto irresoluble era la ausencia de libertad.