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‘Eros ha muerto’, la continuidad de los dioses en el espejo de Pilar Pedraza

MURCIA. Despanzurrado en medio de la calle, el niño dios es una macabra atracción para los viandantes y también una advertencia de soslayo: es el ocaso de las divinidades familiares tal y como las conocíamos, el antiguo panteón ha abandonado los fastos de ayer para sobrevivir en un mundo descreído y hostil. Los mitos vivientes no se destruyen, se transforman: las historias adaptan los contornos de sus protagonistas, practican ciertas modificaciones en sus argumentos. Como los genes egoístas, avanzan empleándonos a los cárnicos como vehículo, sin más: no hay otra trascendencia que la del sálvese quien pueda, la supervivencia del mejor adaptado, no del más fuerte, como se dice tanto y tan erróneamente por ahí. Quizás un entorno privilegie al más débil porque necesita menos alimento. Algo parecido pasa con los dioses: es posible que con la Navidad a la vuelta de la esquina no sea lo más oportuno recordar que Jesucristo es, cuanto menos, la evolución de una misma creencia a través de las épocas, o viéndolo desde otra perspectiva, una perspectiva mucho más divertida: Jesucristo sería una entidad cósmica a la cual fuimos dándole distintos nombres, motivaciones, y afiliaciones para hacerlo comprensible y apropiado para nuestras motivaciones y afiliaciones, pese a que la criatura, solar y antes lumínica, se solaza en su existencia sin límites pensemos que es una temible zarza ardiente, un espíritu huracanado y vengativo o un sacrificado señor barbudo que se desvivió tanto por nosotros que incluso se dejó torturar de la peor forma posible. Dentro de unas décadas, el nazareno se habrá convertido en un postjesucristo, habrá abandonado su carcasa cristiana y mientras la vieja religión naufraga en sus propias contradicciones, el ser ancestral que la habitaba, cual cangrejo ermitaño, se habrá instalado en otra casa de la fe. 

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