La mejor pinacoteca de España, y una de las más completas del mundo, tiene a su frente al valenciano Miguel Falomir. Experto en Tiziano y enamorado de Joan de Joanes, de él depende el futuro de una institución que crece en salas... y en Instagram
VALÈNCIA. Entrevistar al director del Museo del Prado, el valenciano Miguel Falomir Faus, ha sido casi misión imposible. Si a su día a día no le falta de nada, en los últimos tiempos ha tenido que añadir algunos extras por todos conocidos: la covid-19, el museo cerrado durante la cuarentena, adopción de nuevas medidas de activación del museo… Esta entrevista comenzó en abril de 2020, cuando el director se hallaba recluido en casa, sufrió un parón por el acúmulo de gestiones burocráticas de Falomir, luego el verano, la vuelta a una pseudonormalidad… Y han sido las vacaciones navideñas las que han permitido cerrarla, en la que nos llevamos al director del Museo del Prado hasta su infancia.
Miguel Falomir tuvo una niñez feliz que transcurrió a caballo entre Cuenca y València. Nació en el antiguo hospital La Cigüeña de València; le bautizaron en la iglesia de San Pascual Bailón y a los dos años se marchó a Cuenca porque a su padre le destinaron allí —era funcionario—. Regresó al cap i casal a los diez años, donde su vida transcurrió, como él dice, «entre quinientos metros»: la familia —matrimonio y cuatro hijos— vivía en la calle Álvaro de Bazán; estudió en los Escolapios de Micer Mascó y, ya de más mayor, estudió Historia del Arte en la Universitat de València.
Y si entonces ya era (y es) difícil para un historiador del Arte vivir de la investigación o conseguir una plaza en el CSIC en Madrid, más soñar con dirigir un museo como el Prado, probablemente la mayor pinacoteca de arte clásico del mundo. Tanto es así que en 1989 esa idea ni tan siquiera se le hubiera pasado por la cabeza. Hubiese sido como soñar con un imposible. Pero finalmente, en 2017 es nombrado director del Museo Nacional del Prado, cumpliendo con el sueño más difícil de todo historiador del Arte.
Actualmente Miguel Falomir reside en Madrid junto a su esposa y sus dos hijos. Ha convertido su pasión en oficio pero también le gusta disfrutar de la vida y cuando el trabajo —y la covid-19— se lo permiten, le encanta participar del ocio urbano, ir al cine o al teatro, quedar con amigos o escaparse por los alrededores de Madrid. Reconoce que visita València menos de lo que debiera y si tiene que disfrutar de una obra de arte, él tiene su predilecta.
— Háblenos de su infancia. ¿Cómo era el niño Miguel?
— Muy feliz. Tuve una infancia magnífica. Tenía bastante imaginación y todavía más curiosidad y supongo que ambas me llevaron a la Historia con mayúsculas y a las historias con minúsculas, que leía en libros o veía en películas.
— En 1989 se licencia en Historia del Arte con Premio Extraordinario, ¿con qué soñaba aquellos años?
— Soñaba con poder vivir de la Historia del Arte, que era, y es, bastante difícil. Mi primera meta era el CSIC en Madrid. Me parecía el lugar ideal para poder investigar. Obtuve una beca FPI y allí pasé cuatro años haciendo mi tesis doctoral, que defendí en la Universitat de València. Después llegaron dos años en el Institute of Fine Arts de Nueva York con una beca Fulbright y el regreso a València. El Museo del Prado lo veía como algo muy lejano profesionalmente, no solo por mi reducido currículo entonces, también porque el tipo de historia del arte que me interesaba en aquellos años estaba más centrada en la vertiente social, y me resultaba muy distante de la que se practicaba en los museos.
— En 1997 le nombran jefe del Departamento de Pintura Italiana y Francesa del Museo del Prado. ¿Qué recuerda?
— Recuerdo tensión e incertidumbre. El Prado entonces era un sitio bastante convulso y mi nombramiento, y el de unos cuantos conservadores más, formó parte de un proceso de renovación, auspiciado por el entonces director Fernando Checa, que no todos compartían y bastantes rechazaron frontalmente. Luego, poco a poco, fueron aquietándose las aguas, pude ir haciéndome con el puesto y empecé a disfrutar.
— Es inevitable preguntar por los efectos de la covid-19.
— La covid-19 está teniendo efectos muy nocivos. Se han cancelado actividades y nada hay más triste que un museo cerrado al público o con apenas visitantes; visitantes que son además nuestra principal fuente de financiación. Pero también ha habido aspectos positivos. La covid-19 ha obligado a replantearnos el modelo de museo que queremos, la aportación del Estado, la relación con el público e incluso ha acelerado proyectos como la reordenación de la colección permanente.
— ¿A qué exposiciones temporales afectó la covid-19?
— Se canceló tan solo una pequeña exposición de dibujos de Blake sobre la Divina comedia por su elevado coste. El resto de la programación prevista para 2020 la veremos en 2021: Pasiones Mitológicas, Marinus, Tornaviaje, Murillo, etc.
— Durante el confinamiento cobró vida un museo online a través de la iniciativa El Prado contigo con directos diarios en Instagram. ¿Qué valoración hace?
— El Museo del Prado tiene una de las mejores webs del mundo en diseño pero sobre todo por sus contenidos. Y lo mismo podría decir de su presencia en redes sociales. Iniciativas como la conexión de Instagram durante la cuarentena merecieron artículos en la prensa internacional y la respuesta del público fue entusiasta con más de dos millones de usuarios de la página en marzo de 2020.
— La covid-19 pospuso la exposición Invitadas, la apuesta más ambiciosa del museo para dar visibilidad a las mujeres, que finalmente se celebró en octubre de 2020. ¿Diría que esa exposición ha ayudado a quitarse ese sambenito de «museo machista» que algunos dedican al museo?
— Lo del museo machista es una ocurrencia interesada y sin sentido. El Prado ha sido tan machista como cualquier otro y desde que accedí a la dirección es menos que la mayoría. Así lo demuestran iniciativas como el recorrido diseñado para la jornada mundial LGTBI (La mirada del otro), la exposición Sofonisba y Lavinia. Historia de dos pintoras el año pasado, y ahora Invitadas, hasta el 14 de marzo de 2021. Esta última es un proyecto más ambicioso, por su tamaño y complejidad intelectual. No se limita a rescatar a las mujeres pintoras del siglo XIX y principios del XX, sino que ofrece también una visión crítica del modo como las mujeres fueron representadas en la pintura de la época, los roles femeninos que promovía o censuraba la sociedad. Y lo interesante es que se muestra a través del arte oficial, de obras galardonadas en exposiciones.
— Usted ha dicho que una de las cosas que más le interesa es «ampliar el espectro social del visitante del museo».
— Cierto. El Prado además de verse como una institución de alcance internacional que acapara titulares por sus exposiciones, colas... está inserto en una realidad social específica. A escala nacional llevamos años con proyectos como El Prado en las calles, que acerca nuestras colecciones a localidades de pequeño y mediano tamaño. Además vivimos en una sociedad cada vez más heterogénea que demanda relatos más complejos y menos unidireccionales; por ello hemos intentado incorporar nuevas narrativas al museo. Lo estamos haciendo con las mujeres y en breve lo haremos incluyendo perspectivas menos eurocéntricas.
— En alguna ocasión dijo que, cuando era pequeño, su obra preferida del Museo del Prado era La rendición de Breda, de Diego Velázquez.
— Cuando visité el museo por primera vez debía tener unos diez años. Entonces me gustaba más la Historia que la Historia del Arte y como tantos críos me atraían las batallas, los caballos, las armaduras... Sigue siendo una de las obras que más me gusta. Estéticamente es prodigiosa pero lo que más me atrae es su singularidad. En un momento en que las victorias se representaban con los vencidos bajo las pezuñas de los caballos de arrogantes generales vencedores, Velázquez optó por una imagen magnánima, de camaradería, como si Spinola estuviera diciendo a Nassau «hoy por ti mañana por mí». Siempre he pensado que lo que demuestra la categoría de una persona no es su comportamiento en la derrota, sino en la victoria.
se ha dicho que era un proyecto monumental que constituirá una aportación clave. ¿En qué punto se encuentra?
— La colección de Tiziano en el Museo del Prado es la mayor y mejor del mundo. Fue un pintor clave en la evolución de la pintura occidental —y en la colección real española— y de ambas cuestiones hablo en el catálogo, aunque me da un poco de vergüenza hablar del catálogo porque debería haberlo acabado hace algún tiempo.
— Las obras del Museo del Prado que más se han prestado han sido Autorretrato de Goya y el Agnus Dei de Zurbarán. ¿Por qué tanto interés por Agnus Dei?
— Supongo que por esa «nostalgia de lo absoluto» de la que hablaba Steiner. El misterio de la realidad transcendente.
— Tras la celebración del bicentenario (2019), ¿de qué está más orgulloso?
— Fue un gran éxito de público y de crítica. Nos sirvió para reforzar la relación del Prado con los españoles, recordarles que es de ellos. Durante la celebración del proyecto, del que más orgulloso estoy fue «De gira por España», que llevó una obra maestra del museo a cada comunidad autónoma y a las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla.
— ¿En qué punto está el proyecto del Salón de Reinos?
— Se habla mucho de los tesoros ocultos del Prado y aunque sea cierto que hay mucha obra en almacén, no toda es de calidad. Eso sí, hay unos doscientos cuadros que deberían estar expuestos y eso es lo que conseguiremos con el Salón de Reinos, con la ventaja adicional de que veremos las obras en los espacios para los que fueron concebidas.
— ¿Qué pinturas acogerá?
— Un conjunto único de escenas de batalla realizadas por los mejores pintores españoles de la época y entre las que sobresale La rendición de Breda.
— Retrocedamos a los primeros años del museo. Las primeras piezas que llegaron fueron las atesoradas por los distintos monarcas como El caballero de la mano en el pecho, Las Meninas, etc. ¿A qué se debe el elevado criterio artístico de aquellos reyes?
— Reunían varias circunstancias: buen gusto, magníficos asesores, disponibilidad económica e influencia política. Coleccionaron como lo que eran: coleccionistas privados, no como conservadores de museos. Y tuvieron el buen gusto de que sus artistas favoritos fueran El Bosco, Tiziano, Rubens, Rafael, Van Dyck, Guido Reni, Velázquez, Goya...
— Al comienzo de la Guerra Civil española, las fuerzas republicanas evacuaron las principales obras del museo para protegerlas. En València, la iglesia del Patriarca albergó algunas. ¿Es cierto que también hubo obras en las Torres de Serranos?
— Prácticamente todas las obras maestras del museo acompañaron al gobierno hasta València y estuvieron allí hasta que se desplazó a Cataluña. Hay imágenes de las Torres de Serranos acondicionadas para custodiar esas pinturas, que impresionan.
— Durante la Guerra Civil, Pablo Picasso fue designado director del Museo del Prado. Nunca llegó a tomar posesión ni jamás fue destituido. ¿Podríamos decir que el museo siempre tiene dos directores y que el espíritu del malagueño acompaña al director de turno? ¿Cómo se lleva usted con Picasso?
— El nombramiento de Picasso fue honorario. Un golpe de efecto de cara a la opinión pública internacional. Eso sí, Picasso fue una personalidad tan compleja y tan suya que dudo mucho que su espíritu estuviera a gusto en algún cuerpo que no fuera el suyo [responde con sorna]. Picasso me parece un artista extraordinario, que tenía la Historia del Arte en la cabeza y que hizo un uso libérrimo de ella, por eso funciona tan bien cuando se expone en el Prado.
—Acaba de crearse en València el Centro de Estudios del cómic ¿Veremos una exposición sobre el cómic en el Prado?
— El comic tiene cabida en el Prado desde 2016, cuando Max hizo su peculiar interpretación de El Jardín de las Delicias en El tríptico de los desencantados. Al año siguiente fueron Keko y Altarriba con El perdón y la furia (en torno a Ribera), y también el comic del Bicentenario: Historietas del Prado, lo hizo el valenciano Sento. El cómic es una expresión artística en sí misma y en el Prado la consideramos una herramienta muy útil para llegar a nuevos públicos aunque de momento la exposición la veo lejana.
— ¿Qué obra de arte se llevaría a una isla desierta?
— No lo sé; cambio de opinión constantemente, según el estado de ánimo.
— ¿Sufre o ha sufrido del síndrome de Stendhal?
— No lo sufro en el sentido de que nunca he perdido la consciencia contemplando obras de arte, pero sí me he estremecido en ocasiones. La primera vez que entré en la Capilla Sixtina o en la Scuola de San Rocco, por ejemplo. Y en el Louvre hay un cuadro que me emociona especialmente, la llamada Alegoría matrimonial de Tiziano. Hay una tristeza infinita en las miradas de los supuestos esposos.
— Decía usted en una entrevista: «Ríase Tarantino si le colocamos frente a El banquete de Tereo por la violencia de la obra...». Juguemos a los directores de cine. ¿Qué obra le dedicaría a su director de cine favorito y por qué?
— No sabría decidirme por un director concreto. Creo que quien mejor ha sabido servirse del arte como inspiración en una película fue Kubrick en Barry Lindon. Y siempre que contemplo La Crucifixión de Tintoretto en la Scuola de San Rocco pienso en Cecil B. DeMille.
— Cuenta que le gustan los musicales. ¿Cuál ha sido el último que ha visto?
— La La Land. La escena inicial me parece un prodigio de coreografía, vitalidad y optimismo, me recuerda a clásicos como Un día en la ciudad.
— Usted dijo que «después de Duchamp es muy difícil decidir lo que es arte». ¿Sería capaz de dar una definición de qué es arte?
— No. Le diría que para mí es una composición, con independencia de su soporte material, que por el modo en que está concebida transciende su condición material y transmite sentimientos y sensaciones.
— València fue la primera receptora de las modernas corrientes pictóricas italianas. ¿Qué artista renacentista valenciano y qué obra destacaría?
— Siempre me ha gustado mucho Joanes, me parece el mejor pintor español anterior a El Greco. Era un personaje culto y apreciado en la València de su época.
— Y para terminar, ¿cuál es su obra de arte favorita en la ciudad de València?
— Probablemente El Bautismo de Cristo en el Jordán, de Joanes, que está en la Catedral de València. Una obra maestra excepcional.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 76 (febrero 2021) de la revista Plaza