Sylvie Rancourt es natural de Quebec. Durante los años ochenta, era bailarina de clubes de stripptease y sus novios eran camellos de poca monta que le robaban el dinero y se aprovechaban de ella. Sin embargo, en estas circunstancias tuvo tiempo para escribir su vida en hojas garabateadas y venderlas en los clubes donde trabajaba. Su fanzine, Melody, ahora es una joya del cómic y pionero del género autobiográfico con la particularidad de que el suyo carecía de lecciones morales
MURCIA. No sé si estarán ustedes al tanto de cuando Fabio McNamara cantaba con Luis Miguélez en Ultraceñidas eso de "se han encontrado dos maricas muertas congeladas vivas", a lo que se añadía: "¡Seguro que fue el París!". Tengo esa frase metida en el córtex, pero voy a empezar a cambiar la capital francesa por Quebec. La producción de cómics en esta región canadiense no puede tener más calidad, como ya contamos en su día. Al menos, según los criterios de esta columna, que son cierta querencia por la mala leche y desprecio al qué dirán.
Como explicamos en su día, el pulso de Quebec en los ochenta se podía tomar en las dos películas que filmó el malogrado Jean-Claude Lauzón, Un zoo la nuit y Léolo. En ambas se mostraba la vida en los márgenes con mucha mala sangre y desesperanza. Las crisis de finales de los setenta azotaron Montreal como en el resto de Occidente -aunque aquí muchos se crean que eso solo pasó en su pueblo- y la criminalidad campó por sus respetos. Ahora nos llega un testimonio que ilustra profundamente esa época y ese lugar. Es la novela gráfica Melody, diario de una stripper (Autsaider Comics) de Sylvie Rancourt. Se trata de las vivencias en primera persona de esta mujer cuando era stripper en Montreal en los ochenta.
Lo más destacable de la obra es su enfoque naif. La autora ahora no recomienda sus decisiones vitales a nadie e incluso aconseja no sumergirse en esos mundos, pero pese a todo reconoce que infeliz no fue. Las historias que cuenta podrían ser sumamente tétricas, bailar en clubes de mala muerte, tener por novio a un desgraciado que se aprovecha de ella y la engaña constantemente para robarla, pero en su recuerdo todo está edulcorado por su inocencia. Es realmente curioso e inesperado encontrarse algo así. Hace que estas viñetas tengan una personalidad única.
Es un contraste reseñable porque en la vida de esta mujer todo fue dureza. Procede de Abitibi, una zona rural y minera de Quebec. En los ochenta era un lugar en declive en plena desindustrialización -eso que de nuevo muchos aquí se creen que solo pasó en su pueblo- y las generaciones jóvenes no tenían futuro ninguno. Mientras la droga penetraba sin freno en estas comunidades, en los pueblos solo había una salida: huir. Así llegó Rancourt a Montreal, donde, sin posibilidad de encontrar un trabajo digno, empezó a ganarse la vida en la noche.
Cuatro años después de bailar en clubes de striptease, empezó a dibujar su vida en historietas y a venderlas en los propios clubes. No fue, por tanto, un diario lo que plasmó, sino más bien unas memorias. Posiblemente, en un ejercicio de indulgencia consigo misma, al recordarse como una chica sin experiencia y totalmente inocente, la forma más inteligente y elegante de contar su vida fue con ese tono sin asperezas ni aristas. Incluso el dibujo es casi infantil. Una fábula en el lumpen. Sin embargo, eso no quita que la crudeza de la situación esté presente en cada página.
En ellas, Nick, su novio, es un traficante que vende una cocaína de ínfima calidad y le roba, aparte de vivir a su costa, porque ella paga el alquiler con sus bailes. Trabajo que encima él le ha sugerido que haga. En los clubes, está rodeada permanentemente de borrachos. Es muy elocuente una conversación al respecto que tienen dos bailarinas. Dicen del lugar donde trabajan que no saben qué da más pena, si las chicas o los clientes, que la cosa anda muy a la par cada uno por sus motivos. Al mismo tiempo, desde su jefe hasta los amigos de su novio todos quieren acostarse con ella. En una ocasión, en la que accede a los deseos de un matrimonio que quiere hacer un trío, es tratada como una muñeca hinchable.
Al mismo tiempo, todo esto se cuenta con la entrada y salida en la historia de sus familiares. Desde las cartas que se escribe con su padre, contándole lo que hace, a los encuentros que tiene con su tía y su prima, una niña pequeña. En una ocasión en la que la cría se hace pis, ella le dice que coja unas bragas limpias de su cajón y la niña se pone un tanga. Todos estos momentos tienen una gran carga dramática, pero la autora nunca lo lleva a ese terreno.
En el estudio Comics Memory Archives and styles de Maaheen Ahmed y Benoît Crucifix se baraja una hipótesis de por qué sus viñetas tienen este tono tan sorprendente. Los académicos explican que puede ser porque las empezó a vender en los lugares donde trabajaba. Si tenían que comprarlas los clientes de estos locales no tendría sentido transmitir amargura, rabia o sufrimiento. Las primeras quinientas copias las vendió mesa a mesa. El tratamiento que tienen los personajes que están sentados viendo los stripteases es en muchas ocasiones divertido, sus comentarios son chistosos y a la vez igual de naif que la protagonista. Hay un trato benevolente con los clientes que es lógico, también fueron los primeros compradores de estos tebeos.
Hay una edición de estos cómics con el mismo título que aparecieron traducidos al inglés en Kitchen Sink Press en 1988, tres años después de las hojas grapadas. Dibujados por Jacques Boivin, fueron diez números que tuvieron mucho éxito. Lanzaron a la fama a la autora, al menos en el pequeño mundo del cómic underground estadounidense, y se vendieron en todo Quebec. También apareció un tomo que serviría de precuela de este cómic, porque lo que ha lanzado Autsaider traducido al castellano es la versión original de aquellos fanzines de 17x20 cm. que concibió en los putiferios.
En una entrevista que dio años después, reveló que Nick, el novio que no deja de aparecer en estas páginas y que se hace odioso, aparte de ludópata, que es lo que ella refleja, era alcohólico. También confesó que no le hacía gracia que el cómic se vendiera en su pueblo, porque ahora vivía felizmente con otro hombre y hijos. Es aquí donde quizá resida el mayor valor de estas páginas. Como cuenta en el epílogo de la obra Bernard Joubert, en un texto de sugerente título "Que le den a la cultura y a los buenos modales", cuando Rancourt empezó a contar su vida en viñetas a mediados de los ochenta, esto no era nada habitual. De hecho, ella solo conocía Tintín y tebeos eróticos italianos. Los grandes popes que marcaron un antes y un después, como Maus, estaban empezando a aparecer en publicaciones minoritarias. Esto significa que ella no era consciente de lo que estaba haciendo en el sentido de que no circulaba por caminos transitados. No imitaba ni recogía lo mejor que habían aportado otros para hacerlo suyo. No adoptaba un género, sino que lo estaba creando o se abría camino a través de él en solitario y sin referencias. Es, no cabe duda, una de las traducciones al castellano más importantes que se han publicado en España en muchos años. Un volumen imprescindible.