Libros y cómic

CARTAS DESDE BOLONIA

Yo soy tu fake. Los escritores que resucitan en Twitter

¿Por qué triunfan los montajes en internet? ¿Por qué se atribuyen textos, se retocan imágenes o se habla en nombre de otro? Entre risas y provocaciones, la cultura de la distorsión penetra también en el campo literario

BOLONIA. Circulaba hace algún tiempo por los muros de Facebook una cursilada en el nombre de Neruda: “Muere lentamente quien no viaja, / quien no lee, / quien no oye música”, y hasta aquí puedo leer. Neruda y cursilada, de nuevo, unidos pueden. Este texto se reproducía sucesivamente en montajes con música, citas a cuento de nada, collages con el rostro del poeta mirando la playa de Isla Negra, o fumándose una pipa, o redondeando su perfil sobre fondo blanco. Pero estos versos en realidad pertenecían (o pertenecen, al parecer) a la poeta brasileña Martha Medeiros. Somos carne de Power Point.

Peor fue lo de García Márquez, al que le atribuyeron un poema titulado “La marioneta” en el que invocaba a Dios, a Serrat y a Benedetti aunque no por este orden. “Si por un instante Dios se olvidara / de que soy una marioneta de trapo / y me regalara un trozo de vida, / posiblemente no diría todo lo que pienso, / pero en definitiva pensaría todo lo que digo. / Daría valor a las cosas, no por lo que valen, / sino por lo que significan. / Dormiría poco, soñaría más...”. Basta. Pido perdón.

La era de la comunicación, al mismo tiempo que ha proporcionado nuevas plataformas de visibilidad para los creadores, ha multiplicado la capacidad de propagación de todo tipo de fakes. Walter Benjamin constataba ya en los años treinta, a partir de la fotografía, del cine, de los periódicos y demás artilugios modernos, la pérdida de aura de la obra artística dada la reproductibilidad de la imagen y la circulación de copias. Se perdía así, en opinión de Benjamin, la exclusividad de la emoción con el original, la epifanía o el encuentro con la obra artística en mayúsculas.

En este sentido, extremando la capacidad tecnológica, internet supone un desarrollo exponencial hacia la pérdida del aura; pero más allá del distanciamiento y la presencia de cada vez más mediadores entre obra y espectador, se agranda un problema fundamental para nuestra cultura: la detección de la verdad. Con la comunicación masiva, se hace cada vez más complicado rastrear el original de Courbet en una galería de imágenes de Google, detectar el tamaño o el color, comprobar tal o cual detalle del Entierro en Ornans. Paradójicamente, cuanta mayor visibilidad en la red, mayor inestabilidad de la idea de verdad; trasladando esta idea a otros ámbitos, a nadie se le escapa ya que la sobreinformación es una sutil estrategia de despiste de la opinión pública. Por ejemplo.

La conquista de la verdad siempre provocó asedios, insidias y engaños. Jacques-Louis David pintando la muerte de Marat frente al ordenador, o Rowan Atkinson poniendo caras a cuadros de Leonardo Da Vinci o Gilbert Stuart gracias a la intervención de Rodney Pike. Más que cultura de la sospecha, la nuestra es una cultura de la distorsión. Hoy un fake es creíble porque hemos autorizado la multiplicación de imágenes y (felizmente) hemos dado carta de credibilidad a agentes más allá del Museo del Louvre o la Enciclopedia Británica. La democratización era esto: perder aristocracia a base de guillotina, conquistar la libertad y el libertinaje, que es la palabra sexual para referirse a la confusión o al divertimento.

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