ALICANTE. Hasta hace poco desconfiaba de las almas errantes que vagan por las ciudades sin tener donde reposar la cabeza. Prudencia nacida de una entrega virginal de cuando era más joven. Al mirar a indigentes que pedían mi auxilio económico les saludaba por mero formalismo social, mis ojos nunca les han despojado de la dignidad que tiene todo ser humano por el mero hecho de serlo. Sin embargo, al solicitar mi altruismo en forma de dinero o de algo para comer, siempre rehuía el ruego a excepción de algunas ocasiones en las que sí compraba algo de pasta o un brick de leche.
En el preciso instante en el que reclamaban mi asistencia me acordaba de aquellas ocasiones en las que les di la mano y me agarraron el brazo hasta sentirme violentado; practicando la máxima de Descartes de no fiarse del que te engaña una sola vez, había proyectado los instintos lazarillos de unos oportunistas en la generalidad del colectivo de las personas sin hogar.
Al observar sus miradas solitarias propias de aquellos que sólo se pueden fiar de su soledad iluminadora, me acordaba de aquella vez en la que al salir de una iglesia dos indigentes me pidieron que les comprase un bocadillo y uno aprovechó para reclamar el menú completo con cerveza incluida; me venía a la mente esa ocasión en la que una mujer, al pedirme que si le podía comprar comida y yo responderle con una lista de alimentos básicos, ella me respondió que de eso ya tenía, me dio a entender que quería una mariscada o una bacanal gastronómica. Su pillaje estaba haciendo mella en la tabla rasa de mi alma, empezaba a minar la inocencia propia de la juventud, pagaban justos por pecadores.