MURCIA. Francia y España participaban, con gran orgullo, hace tan sólo unos días, el primer homenaje conjunto en memoria a Manuel Azaña, último presidente de la Segunda República. Aquí se veía con cierto estupor la normalidad con la que se llevaba una memoria tan frágil como la del gobierno anterior anterior a la Guerra Civil Española. Pero Francia también guarda algunas vergüenzas bajo la alfombra. Una de las más evidentes, la STO (Servicio del Trabajo Obligatorio) del gobierno de Vichy. Un programa surgido en el contexto de la Francia ocupada en la que se obligó a ciudadanos a trasladarse a Alemania a cumplir un año de trabajos forzosos para el régimen nazi.
La cifras son escandalosas, ocho millones de personas trasladadas en toda Europa, de las que solo en Francia fueron más de 600.000. En un principio, cuando fue voluntario, tomaron la oportunidad obreros y mujeres de clase baja que no tenían alternativa para disponer de techo y comida. Fueron demasiado pocos para la presión que ya ejercía contra el proyecto de Hitler el ejército aliado y ruso. “Son pocas las familias franceses que no cuenten con al menos un miembro afectado por el envío forzoso de civiles a la Alemania nazi. Pero también son pocas las conmemoraciones o las obras que hayan prestado una atención especial a esta tragedia”, señala el historiador Raphaël Spina en el epílogo de Justin (Astiberri, 2021), el primer cómic que trata esta cuestión.
El dibujante castellonense Nadar vuelve a unir fuerzas con el guionista francés Julien Frey tras El Cineasta, del que este diario hablaba hace solo un año, para sacar a la luz la memoria de uno de los tantos desplazados. Una historia en clave documental que parte desde la memoria de Justin a las puertas de su jubilación, cuando se niega a que cuenten ese año de trabajos forzosos en Alemania para su cotización.
A partir de entonces, cuenta una historia familiar, la de un amor que no cumple la moralidad de la época del Mariscal Pétain (estar con una mujer en proceso de divorciarse), pero sobre todo, la historia de cómo un francés no colaboracionista tiene que debatirse entre La Resistencia y la obligatoriedad, entre jugarse la vida o guardar su oposición. Una decisión que, más allá de lo ideológico, en realidad guarda la pregunta de cuánto está dispuesta una persona a perder.
Bajo esta realidad, Frey y Nadar construyen la memoria de esos seis meses de trabajos forzosos, en las que los desplazados viven en barracones en condiciones sanitarias infrahumanas, algunas personas daban apoyo a la industria alemana, pero otras trabajaban a la intemperie construyendo carreteras o trabajos directamente esclavos, especialmente dirigidos a los trabajadores rusos y polacos. Llegaron a morir más de 25.000 personas en estos trabajos forzosos, y los que regresaron, lo hicieron habitualmente con secuelas mentales y físicas.
La STO fue, con el paso del tiempo, un fracaso y poco a poco se fue encontrando la manera de escabullirse y no había medios suficientes para buscar a esa gente. En 1945, con la II Guerra Mundial finiquitada, Francia decidió olvidar todo aquello con lo que había contribuido a la Alemania Nazi. La sombra del gobierno de Vichy es muy alargada.
Justin ofrece una mirada a la que nos ha acostumbrado, por ejemplo, Paco Roca en el cómic nacional: memoria histórica desde la propia memoria personal de aquellos que sufrieron. Lo micro para destapar cómo funcionaba lo macro. De lo que no se encarga la Historia, se encargarán las “historietas”. El país que dibuja la vida de Justin es el de un país deprimido, sin posible esperanza tras la ocupación. El cómic también muestra cuando el gobierno francés recomienda a los franceses norteños que se desplacen al sur ante la inminente conquista de los alemanes.
El equipo Nadar-Frey vuelve a mostrar facilidad y sensibilidad para contar las historias y hacer memoria, si bien tratan aquí un fenómeno tan amplio que se hace complicado de abarcar. Su protagonista, de hecho, solo cumple seis de los doce meses y consigue huir de vuelta a casa. su historia no acaba ahí, sino que también habla de la vergüenza de no haber sido parte de La Resistencia, una vergüenza que parte de la desmemoria y la flata de reconocimiento del gobierno francés a las personas que se vieron forzadas a alistarse, desplazarse o trabajar en programas colaboracionistas. En el epílogo, Spina valora: “Él, que prefiere la cárcel a la Falange africana colaboracionista, que se mutila el ojo, (…), no fue sin embargo menos patriota que los 250.000 refractarios. Ni que los 30.000 a 50.000 reclutados y voluntarios enviados a los terribles AEL. Ni que los 19.000 huidos del Reich o que los 100.000 permisionarios que no volvieron a Alemania. No tenía que avergonzarse de su pasado más que cualquier otro”.