MURCIA. La figura del Papa (y de la curia Vaticana) ha ido apareciendo a lo largo de la historia del cine desde diferentes perspectivas que nos llevan desde la alabanza religiosa al cuestionamiento de la institución eclesiástica a través de muchos de los aspectos polémicos que han caracterizado su rigidez ideológica tanto en el pasado como en el presente.
En Amén (2002) del siempre combativo Costa Gavras, se ponía de manifiesto la connivencia de Pío XII con las autoridades nazis y su negativa a interceder por las víctimas del Holocausto, mientras que, desde un punto de vista más cómico, Nanni Moretti abordaba la crisis de fe (y de identidad) en Habemus Papam.
Cuando se aborda una figura tan controvertida resulta inevitable que lo que para unos resulte sacrílego, para otros se convierta en una magnífica oportunidad para cargar contra la institución. A Moretti se le recriminó, por ejemplo, en su momento, que no se cebara más con la jerarquía eclesiástica a pesar de que su película dejaba clara la ausencia de rumbo a través de ese Papa tránsfugo. Y seguramente le ocurrirá algo parecido a Fernando Meirelles con su nueva película, Los dos Papas, en la que se embarca en la difícil tarea de confrontar al Papa Benedicto con el Papa Francisco en una batalla dialéctica e ideológica en la que se resumen las dos posturas irreconciliables tanto de la Iglesia en particular como del mundo en general: el conservadurismo frente al progresismo, el inmovilismo frente a la necesidad de cambiar las cosas. El eterno debate entre lo viejo y lo nuevo.
Fernando Meirelles quería hacer una película política en la que estas dos visiones se encontraran representadas. Aunque para ello, tenía que introducirse en un espacio íntimo y privado más allá de las apariciones públicas y las declaraciones oficiales.
Los dos pontífices representantes de valores contrapuestos debían establecer una batalla dialéctica que nos acercaran a su manera de ver el mundo. Y para ello había que aproximarse a ellos y analizarlos en sus respectivos microcosmos, a Bergoglio cogiendo el metro para ir al Vaticiano, hablando con los jardineros y a Benedicto rodeado de lujo, hablando latín y tocando el piano.
El director nos introduce en este universo a través de la pompa y la liturgia ceremonial que lleva implícito un cónclave para poco a poco ir introduciendo elementos que rompen con esta seriedad ritual y le otorgan un aliento pop. Entre la selección musical, canciones de ABBA, jazz, melodías de tango y conversaciones sobre los Beatles. Y como espacio de encuentro, la pizza y el fútbol, con esa metáfora de los dos pontífices viendo juntos la final del Mundial de Fútbol entre Argentina y Alemania que cierra la película.
La película comienza con la muerte del Papa Juan Pablo II y la elección de un nuevo pontífice que se convierte en un juego de tronos entre los seguidores de Ratzinger, que quieren mantener a toda costa los valores tradicionales de la Iglesia, y los de Bergoglio, que simboliza un soplo de aire fresco por su defensa de un modelo abierto a los nuevos tiempos con el que las nuevas generaciones pueden sentirse identificadas.
Tras el alzamiento de Benedicto XVI, la película da un salto en el tiempo para situarnos en el momento más controvertido del mandato del Papa: su mano derecha fue acusado de revelar y difundir documentos secretos, al mismo tiempo que los escándalos por pederastia dentro de la Iglesia comenzaban a sucederse sin que hubiera una denuncia clara al respecto. El resultado, el Pontífice comenzó a dar síntomas de cansancio ante su imposibilidad a la hora de afrontar estas circunstancias hasta que finalmente oficializó su renuncia en 2013, un hecho excepcional sobre todo si tenemos en cuenta que no había ocurrido algo similar desde la Edad Media, en esta ocasión, por voluntad propia.
Sin embargo, lo que de verdad le interesa a Meirelles es ese careo entre dos hombres que luchan a capa y espada por defender sus ideas, al mismo tiempo que se cuelan por el camino las confesiones personales y algunos recuerdos que nos remiten al pasado de Bergoglio y su relación con la Dictadura Argentina, un inserto narrativo que no termina de funcionar, sobre todo porque el peso de la historia descansa sobre el choque entre los dos personajes y la química explosiva que se produce entre Jonathan Pryce y Anthony Hopkins.
No queda ninguna duda de que Meirelles se muestra partidario de la filosofía religiosa y vital del Papa Francisco. Toda la película es una oda a su figura, casi una hagiografía. Pero también consigue humanizar a Ratzinger a medida que van llegando a un entendimiento. Quizás ese sea uno de los puntos conflictivos de la película, sobre todo porque Los dos Papas no deja de ser una película benevolente y muy blanca a la hora de hablar de la homosexualidad y de los abusos infantiles.
Aquí, el un verdadero espectáculo ver en acción a Pryce y Hopkins conversando, retándose constantemente, y esa idea de fondo que subyace alrededor de la necesidad del entendimiento en un momento de crispación social en el que las barreras que nos separan parecen más altas que nunca.