MURCIA. En 2015 Belén Funes debutó en el cortometraje con Sara a la fuga, la historia de una menor que vivía en un centro de acogida esperando que las promesas de su padre se cumplieran algún día. Ahora la directora, que se estrena en el largo, recoge el hilo de ese primer relato para desarrollarlo transcurridos unos años. Ahora Sara se ha convertido en una joven madre, trabaja todo el día en cualquier cosa esperando una oportunidad, tiene que hacerse cargo de su hermano pequeño que también vive en un centro y de su bebé de tan solo unos meses. Además, su padre acaba de salir de la cárcel, así que todos los fantasmas que parecían dormidos vuelven a explotar provocándole miedo y ansiedad. Mientras, ella lo único que quiere es ser normal.
Nunca sabremos realmente lo que ha ocurrido entre ellos, entre padre e hija. Belén Funes apuesta por una narración en presente obviando los elementos explicativos y psicológicos. Es un relato que se vive y experimenta en el momento en el que está transcurriendo. El pasado está ahí de manera latente, pero no se especifica directamente, de forma que las relaciones entre los personajes se construyen en el aquí y ahora.
Así, la directora nos introduce en la vorágine de la vida de Sara, en su día a día sin descanso. Es el suyo un itinerario cotidiano en perpetuo movimiento. La cámara se pega a su cuerpo para atender a cada pequeño cambio que nos lleva de la mecánica más básica de las acciones que la convierten en un autómata en su trabajo, hasta pequeños destellos de sentimientos fugaces que se van colando en sus ojos. No solo emoción (tanto hermética como visceral), también miedo, desesperación, impotencia, pero sobre todo sensación de soledad y vacío.
“Es bueno tener hijos. Así no te mueres solo”. Es la primera conversación que tienen Sara y su padre Manuel en pantalla, dejando así al descubierto algunas heridas que han marcado su relación en lo que se refiere al sentimiento de abandono y orfandad. Así, se establece una cadena de vínculos y desapegos que tiene que ver con los lazos sanguíneos: Manuel no fue capaz de darle a su hija el amor y la protección que necesitaba y ahora tampoco ella sabe cómo querer a su bebé más allá de ejercer una responsabilidad sobre él, y en general sobre todo aquello que la rodea, convirtiéndose en uno de los rasgos fundamentales del personaje que sirven como respuesta al comportamiento desapegado de su progenitor. Sara es responsable, demasiado, se carga todo a la espalda, y ha crecido y madurado demasiado rápido.
Resulta inevitable pensar en películas como Rosetta, de los hermanos Dardenne al hablar de La hija de un ladrón, tanto en la forma que utiliza Belén Funes a la hora de acercarse formalmente a su personaje, como en el desamparo social y emocional en el que se encuentra sumido.
Hay una enorme melancolía en el rostro de Greta Fernández, la actriz que encarna a Sara, también una necesidad desesperada de cariño y atención. En ese sentido, cada gesto parece contener un significado que nos acerca a la parte más fuerte, dura del personaje, pero al mismo tiempo también a la parte más frágil y vulnerable. Todo gracias también a la dirección de Funes, pendiente de cada detalle que adquiere una importancia fundamental sin necesidad de subrayarlo a través de grandes dosis de grandilocuencia expresiva.
La directora además nos sumerge en el territorio de la clase trabajadora más humilde, poco explorada en el cine actual reciente, en un barrio obrero de la Badalona. Un entorno hostil por las dificultades que conlleva, por la falta de oportunidades laborales, por los problemas sociales y económicos contra los que deben luchar los personajes.
Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con otros directores que trabajan este material (por ejemplo, Ken Loach), a Belén Funes no le interesa mostrar a su protagonista como una víctima del mundo en el que vive. Es una mujer con sus debilidades, con sus fortalezas y sus miserias internas, pero su tratamiento nunca resulta reduccionista ni al servicio de una crítica social demagógica ni tremendista. Ni tampoco el entorno en el que se mueve, las casas de acogida y todo ese submundo desconocido, que es abordado desde una proximidad alejada del miserabilismo, consiguiendo que la precariedad no resulte en ningún momento impostada.
Que Eduard Fernández interprete al padre de Sara en la ficción siendo Greta su hija en la vida real, supone un chute de verosimilitud adicional a un relato que intenta no traicionarse nunca a sí mismo ni al espectador sobre que lo está viendo, jugando las cartas de la honestidad, las tripas y el corazón.
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