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'Historias del bucle': calla, escucha y mira

10/10/2020 - 

Una serie bonita y triste. Ya, ya sé que bonita es un adjetivo gastadísimo y a estas alturas sepultado por capas y capas de banalidad. Pero es que la serie es bonita, qué le vamos a hacer. Lo cambio por bella, si les parece, aunque no es lo mismo, pero es que, además, la utilizaré más a lo largo del texto, así que reivindiquemos una palabra positiva que describe bien la sensación final que deja Historias del bucle (Amazon Prime Video). De la tristeza hablamos luego. 

El bosque, la nieve, gigantescas máquinas oxidadas y abandonadas, robots errantes, alteraciones del continuo espacio-tiempo. Este es el mundo sorprendente de Historias del bucle (Tales from the loop), la serie inspirada en la extraordinaria obra del mismo título de Simon Stålenhag, publicada en España por Roca Editorial. El ilustrador sueco creó un fascinante territorio imaginario, El Bucle, situado en una región rural de su Suecia natal en el que, según la historia por él ideada, una gigantesca estructura subterránea albergaba el acelerador de partículas más grande del mundo, al que, en mayor o menor medida, estaban vinculados todos los habitantes de la zona. El libro evoca una infancia inventada en un lugar inventado, entre los años 70 y 80 del siglo pasado, recreado en una colección de maravillosas ilustraciones que son la base para la serie y que pueden disfrutar aquí. En realidad, casi me dan ganas de callarme y dejarles que se deleiten en ellas; me parece incentivo más que suficiente para que se decidan a ver la serie. Porque hay que verla, aunque sea triste.

Lo que sucede en El Bucle es que los experimentos que allí se realizan producen distorsiones en la dimensión temporal que afectan a los habitantes de la zona y alteran sus vidas rurales y tranquilas de modos insospechados. Por eso la obra de Stålenhag ha sido descrita como una mezcla de Mi vida como un perro y Transformers o de Cuenta conmigo y Chernobyl. Pero lo cierto es que no hay un tono catastrofista en el libro, es más bien costumbrista, por más que haya máquinas gigantescas y robots. Se trata unas memorias de infancia fragmentarias, contadas de forma no lineal, sin seguir ningún argumento más allá del hecho de suceder en un mismo lugar. En los textos, su autor a veces se limita a describir un paisaje o una correría infantil, en ocasiones cuenta algún acontecimiento, una anécdota o la vida de algún vecino; otras se hace eco de rumores que circulan por la comunidad. 

Pero una cosa son los textos y otra las imágenes. Y es que las bellas (¿lo ven?) imágenes de Stålenhag por sí solas, sin los textos, destilan melancolía y desazón, merced al choque entre el paisaje bucólico, la presencia humana y las extrañas y gigantescas máquinas. En realidad, sorprende en el libro el tono anecdótico y descriptivo de la parte escrita frente a la extrañeza que nos provocan las ilustraciones. El creador de la serie, Nathaniel Halpern, lo ha entendido de maravilla. También los ocho directores que se han hecho cargo de los capítulos, entre ellos Mark Romanek, Andrew Stanton y Jodie Foster, además de los autores de la música, Philip Gass y Paul Leonard-Morgan, tan justa y tan bien utilizada. Tampoco sorprende el resultado, viniendo de quien pergeñó Legión, una serie de tono y estética singularísima (y bella, aunque no bonita).

La serie recrea ese paisaje imaginario, trasladándolo de Suecia a Ohio, y, por supuesto, las potentísimas ilustraciones, su base indiscutible. Sin embargo, las historias de los habitantes de la serie son bastante distintas de las de la obra original. Incluso cuando están inspiradas (pocas veces), en alguno de los hechos que cuenta en sus textos Stålenhag, su desarrollo va por otros derroteros, mucho menos costumbristas y amables, puesto que las historias del bucle televisivo están plagadas de tristeza y aflicción. La serie atrapa las emociones que se agazapan en las ilustraciones, aparentemente plácidas, pero indudablemente inquietantes. Y lo hace siendo infiel a lo que narran los textos para ser fiel a lo que dicen las imágenes de Stålenhag.

Pero hay otra forma de ser fiel a la obra de origen. Primero, una pregunta: ¿cómo ven ustedes una ilustración? Espero que rápidamente no, puesto que no se trata de echar un vistazo, sino de mirar. MIRAR. Un libro ilustrado, y más cuando el relato parte de las imágenes y no al revés, como es el caso, requiere atención, que nos detengamos y miremos atentamente; hay que fijarse en los detalles y disfrutar de cada uno de ellos, perdernos en la imagen. Cada página puede durarnos muchos minutos. Y esto es lo que la serie ofrece: largos planos, lentos movimientos de cámara, imágenes fijas. Y silencio. Es el modo en que lo audiovisual recrea la peculiar atmósfera de las ilustraciones y despliega su mundo encapsulado y enigmático. Eso es fidelidad a la obra original, la fidelidad de la puesta en escena, no a lo que se cuenta, sino al cómo se cuenta, que es donde está el quid de cualquier relato. 

Un gozo en estos tiempos vertiginosos, de series y películas llenas de ruido y furia, qué quieren que les diga. Parece fácil eso de pararse a mirar, pero bien sabemos que no lo es. Por supuesto, leerán por ahí que la serie es lenta. No hagan ni caso. Ya lo he dicho muchas veces, pero como los amantes de la velocidad son tan pesados habrá que repetirlo hasta la saciedad: en ningún sitio está escrito cuál es el ritmo correcto de una película o una serie. Eso no existe. No hay reglas porque cada relato crea su tempo, su propio ritmo. Y es una elección narrativa y estética.

La vivencia del tiempo constituye el meollo de Historias del bucle. Y el quid está en la palabra vivencia. No tanto porque haya pliegues temporales y se rompa el espacio-tiempo en este extraño lugar llamado El Bucle, sino porque toda esa parte de ciencia ficción no es un fin en sí misma, sino el medio para hablar, cómo no, de lo humano, de lo que nos pasa, de quiénes somos: de envejecer, de la niñez, de madurar, de la soledad, de la pérdida, de la duración del amor, de la aceptación de la muerte. La vida misma, aunque sea acompañada de robots afligidos y enormes artefactos metálicos incomprensibles. Visite El Bucle. Y párese un momento, calle, escuche y mire.

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