MURCIA. Como bien saben, existen muchos tipos de coleccionismo por aquello que se atesora o por la finalidad perseguida. No diría que hay tantos coleccionismos como coleccionistas, pero casi. Me contaban el otro día que existe un coleccionista en nuestra ciudad dedicado a buscar retratos fotográficos interesantes de principios del siglo XX, de personas anónimas de la Valencia de principios del siglo XX; sin embargo, lo más peculiar es que luego, para completar la finalidad de cada hallazgo que pasa a su colección, se dedica a la investigación y búsqueda del lugar donde está terrada y toma constancia documental de ello. El coleccionismo es así; no obedece a una razón práctica en absoluto, sin embargo, es una de las emanaciones al exterior más evidentes de nuestra personalidad.
Hoy les hablaré del coleccionismo total, enfermizo, el desproporcionado por la acumulación desmedida que lleva aparejada. Aquel que se convierte en algo más grande incluso que la vida misma de su factótum, que de alguna forma “lo padece”, y que se ve irremediablemente sepultado, físicamente y literalmente, por todo lo que acapara, y en definitiva por sus propias vivencias. Porque, aunque no lo crean, hay colecciones que se convierten en un monstruo indomable, pero que a la vez son la razón para seguir viviendo, para quien se embarca en tamaña empresa. Colecciones que se hacen inabarcables, inclasificables, imparables hasta las últimas consecuencias. Cuando uno visita museos como el Lázaro Galdiano o el Cerralbo, ambos en Madrid uno se da cuenta que esas colecciones se convirtieron en la razón de estar en el mundo de sus propietarios, ya sea por el tiempo de la vida de estos destinado a las mismas. Sus tesoros se convirtieron en su verdadera familia.
Sin que sirva de precedente y para describir aquello de lo que les hablo les mencionaré una pequeña pero selecta colección que es precisamente lo contrario a lo que me refiero en este texto; la llevan a cabo dos personas que conozco bien. La iniciaron hace años de mutuo acuerdo y se trata muy posiblemente de la mejor, al respecto, que puede haber en España. Estamos hablando de algo muy concreto, y muy pensado por ellos, con carácter previo a su inicio. La selecta colección centra su atención en las obras que produjeron los mejores grabadores holandeses de paisaje del siglo XVII, época de esplendor de esta clase de trabajos. Como ven la cosa no puede estar más acotada y las adquisiciones se llevan a cabo en ocasiones con una cadencia de varios meses entre una y otra. Es más, dentro de los límites que se autoimponen, la calidad de las estampas es el criterio de partida innegociable para formar parte de la colección, por lo que no cualquier grabado de esta temática y época concita la atención de estos coleccionistas, sino primeros estados o tiradas de los grandes artistas del momento. Se trata de una colección racional.
Vayámonos al caso contrario que es el que nos ocupa, y que recientemente he tenido la oportunidad de conocerlo de primera mano. Hablo de una colección que no deben existir muchas en nuestra ciudad, en primer lugar por el espacio físico que ocupaba. Se trata de la colección que atesoró una persona a lo largo de su vida y a la que dedicó todas las horas que le fue posible. El coleccionista, ya fallecido hace años, cuya identidad me reservaré, tuvo la suerte de disponer de toda una finca antigua en el centro histórico que sirvió para albergar una enorme colección de libros antiguos y modernos, grabados, pintura, cerámica y qué se yo. Tras el fallecimiento del propietario, que vivía solo con sus innumerables adquisiciones, el inmueble había quedado cerrado a cal y canto permaneciendo toda la colección enclaustrada en la más absoluta oscuridad. No me atrevo a dar cifras de lo que esos muros albergaron y fueron acumulando a lo largo de casi medio siglo de coleccionismo voraz. Se habla de entre cuarenta y sesenta mil volúmenes dedicados a toda clase de artes, a historia, poesía y filosofía. Además, de las paredes pendía una colección de más de cuatrocientos grabados desde el siglo XVI que eran una de sus pasiones, a los que hay que añadir numerosas carpetas con miles de ellos. A estos hay que sumar obras de pintura, cerámica y artes aplicadas de todas las épocas.
¿Qué es lo que lleva a una persona a acumular de esa forma? Sin duda algo que no obedece a criterios racionales sino a las pasiones. La razón nos llevaría a concluir que no tiene sentido acumular una cantidad de libros tal que es materialmente imposible que se puedan leer buena parte de estos, así como carpetas de grabados y dibujos que muchos quedarán sin ser enmarcados y colgados. Muchos de estos quizás tuvieron el “privilegio” de ser contemplados por su propietario durante unos instantes de gloria, para regresar a las tinieblas de la carpeta o del cajón. Otros ni siquiera eso. Todo esto puede parecernos absurdo e irracional, pero no podemos dejarnos por el camino algo que es tan importante o más que la propia colección, que los trofeos que llegan a casa a diario: el camino recorrido. El disfrute, el gozo del camino, las vivencias y las personas con las que se comparte ese relato que dura toda una vida ocupada por la búsqueda de todo lo que pueda captar nuestro interés. Recorrer las calles de la ciudad, los rastros y mercadillos con el pulso acelerado, el paso firme ante la llamada del anticuario o del librero que dispone de algo que quizás podría ser de interés.
Hay un punto en estas colecciones pantagruélicas que es el de no retorno. Se produce a partir de un día en que las adquisiciones, quizás inicialmente mesuradas, se llevan a cabo, ya no pieza por pieza, sino por lotes algunos grandes. Bibliotecas enteras si es preciso. Ahí comienza la cosa a descontrolarse porque la memoria no es infalible y la cabeza ya no puede clasificar todo lo que uno dispone. El disfrute puede que siga siendo el mismo pero el coleccionista ya no puede dominar aquello que ha ido construyendo. Es cuando empiezan a acumularse libros sin abrir, lotes de cerámica sin limpiar, todavía en cajas, decenas de azulejos iguales esperando, quizás, ser instalados de nuevo en una pared o paneles de Santos guardados sin recomponer. Y es entonces cómo, a través de su colección, podemos hacernos una idea de qué tipo persona había detrás de esta y cuales eran sus pasiones ocultas.